Por eso existe en la mente de todo buen lector una lista lógica, fría y calculada. A veces está enterrada muy profundamente en su cabeza y parece inalcanzable, y otras veces está escrita con preciosa caligrafía en el más bonito de los cuadernos. Pero siempre está allí: una lista con los libros que se quieren leer, que se deberían leer, que estaría bien seguir leyendo, que estaría aún mejor terminar. Todos ellos ordenados fríamente, siguiendo asépticos criterios de deber y de querer, formando así una lista, la Lista, vuestra Lista, la Lista de todos y cada uno de nosotros, en la que cada libro tiene un número y en la que el número Quince jamás osaría ser leído antes que el Catorce. Listas de libros comprados y de libros regalados. Listas en papel, en Excel, en corcho, en la imaginación de cada uno. Listas frías, lógicas, calculadas.
Pero la lectura no es lógica ni fría, y no hay nada calculable en ella. La lectura es ese pinchazo que os hace sentir que ese libro es sólo vuestro, que esta historia sois vosotros, que las palabras no podrían ser más perfectas; es ese algo que os hace amar un libro que todos los demás odian, ese capítulo que os hace recordar un día, un sabor, un color, la página que arrugasteis porque estabais demasiado nerviosos leyendo como para daros cuenta de que cometíais un sacrilegio. La lectura es querer que cada Siguiente Libro vuelva a ser el Libro Que Lo Cambió Todo.
Y las Listas no entienden de intuición ni de pinchazos. Yo me apeno cada vez que atiendo obedientemente a la Lista, porque eso significa que no abrí la primera página movida por ningún instinto irreprimible. Otras veces, cuando me siento rebelde y el número Uno me parece una decisión demasiado lógica, escojo otro libro cualquiera y disfruto de la satisfacción de haber desobedecido a mi propia Lista.
Y luego está el Otro Libro.
En mi caso suele ser un título curioso que me atrae sin remedio a algún recoveco de Goodreads, o una imagen pequeñita en algún blog que me tienta con lo desconocido. Luego viene una sinopsis leída con la atención a medias puesta en otra parte, la primera opinión positiva, la primera nota de emoción que despierta mi curiosidad. El flechazo es inminente. Llámale antojo, llámale capricho, llámale X. Sin razón aparente, lógica ni razonable, empiezo a navegar la red de redes en busca de más información, en busca de ese Libro cuya lectura acaba de convertirse en necesidad. Necesito leerlo ahora, ya, en este instante, abrirlo por la primera página antes de que pasen dos nuevos minutos de angustiosa ignorancia. Busco más reseñas, más sinopsis, más capítulos, más opiniones. Busco fechas, busco ebooks en los sites más oscuros y en las webs más brillantes, busco libros en las librerías más cercanas, pateándome sus estantes a la caza del Libro, el Antojo, el Capricho, la Necesidad, la Angustia, devorando con la mirada cada lomo y cada título, con la certeza de que, si el Libro no está allí, no tengo nada.
Sólo hay dos finales posibles para esta historia.
Si consigo poseer el Libro de inmediato, justo después de saber de él por primera vez, lo empiezo al instante, despreciando toda Lista y sin importarme que sea bueno o malo, que lo ame o que lo odie. Pero lo leo, lo leo entero, y lo leo sin apartar los ojos de él ni un segundo.
Pero si necesito que atraviese océanos para llegar hasta mí dentro del sobre de alguna librería virtual; si necesito esperar un día, dos días, una semana, un siglo, entonces mi anhelo se habrá apagado con la misma velocidad con que nació. Y el Libro, el Antojo, la Necesidad, el Anhelo, rebajado ya a simple capricho, viajará hasta algún lugar de poca preferencia al fondo de mis estantes, asignándose a sí mismo un puesto asépticamente numerado en la lista lógica, fría y calculada de mi cabeza.